25 d’ag. 2006

Quintos y aceitunas, té y chips

Cafes clásicos El libro Classic cafes les ruega: No dejen morir el café de toda la vida (o la bodega de la esquina)

1. El Pentatló del Quinto: Una ruta de resistència psicogeogràfica per la bodega clàssica de Gràcia celebró su primera edición a inicios de este verano pasado, organizada por un fanzine barcelonés. La estructura de esta furiosa Pentatlón (una ruta-deriva kamikaze por todos los bares de corte clásico del barrio de Gràcia) obedecía a un fin que iba más allá de conseguir unos cuantos espléndidos patatuses etílicos y un par de hemorragias nasales. Se trataba de celebrar la bodega de siempre frente a un entorno que busca su aniquilación, como un gesto de sublevación de una cultura (la de usted y la mía, y la de cualquiera que prefiera un quinto y unas aceitunas a un ‘Reducido de pedos de alondra sobre lecho de jazmín hervido’) en estado de perpetua retirada. La bodega obrera tiene muchos enemigos, es cierto; quizás sea por su pinta “pobre”, por su minimalismo working class, en una época en que nadie cree serlo. Quizás sea porque se interponen en el camino del progreso: ese progreso de debasement cultural, gentrificación urbana, destrucción comunitaria, Starbucks e Ipods que afirman que será mucho mejor para usted y para mí. ¡Ja!

2. El aliado natural de la bodega de barrio es el cafe inglés. Ese ilustre bar de desayunos y almuerzos sin licencia para vender alcohol que recientemente ha sido celebrado en el magnífico libro de Adrian Maddox, Classic Cafes. Irónicamente, esta beligerante defensa del cafe de toda la vida tiene su origen en Barcelona; fue aquí, a mediados de los ochenta, donde el autor se quedó prendado de los bares y bodegas antiguas del Barrio Chino. En aquella década, y comparado con Londres, la cantidad de estos establecimientos inmutables, baratos, clásicos, era altísima. Tiene gracia (o ninguna) que la situación haya dado un giro completo: en Londres hoy se preservan celosamente estos templos del saber callejero, mientras que en la Barcelona de Clos se libra una encarnizada guerra por su limpieza total. Barcelona es “la botiga més gran del món”, y en esa botiga no caben tugurios anticuados ni muertos de hambre tomando cerveza barata. Ya lo saben.
El autor alardea de poder distinguir un classic cafe a 100 metros, lo que no es difícil de creer: los tipos de letra Helvética o Univers en el cartel, los menús descoloridos por el sol, las cortinas mugrientas... “En una era de inertes braserías temáticas y cadenas de cafeterías americanas en multiplicación”, apunta el autor, “[los cafes] preservan una calidad conmovedora de la vida inglesa: esa sosez por antonomasia que está a medio camino entre las aspiraciones malogradas de Billy Liar y el permanente abatimiento de Tony Hancock”. La mención a estos dos personajes no es casual. Al entrar en un cafe inglés, mil imágenes similares de cultura británica de posguerra acuden a la mente: Angry young men, teds bailando alrededor del jukebox, beatniks del CND en trenkas leyendo a los existencialistas, Quentin Crisp, Colin McInnes y Colin Wilson, Nell Dunn, Expresso Bongo... En un café clásico, lo mismo que en una bodega catalana, uno siente que podría estar en cualquier época: 1939, 1959, 1963; o mejor, en una mareante mezcla de todas ellas. Ése es el valor psicogeográfico incalculable que poseen: sentado en bodegas de barrio, uno efectúa lo que es indudablemente un viaje místico a otros tiempos. Los edificios, los bares (ya lo decían los situacionistas) son almacenes de valiosos recuerdos a los que no se puede acceder de otra forma. Un cafe -como una canción, como un pasaje de libro- es una escotilla de apasionada inmersión hacia otro mundo.
Ese mundo empieza en 1650, con la apertura en Oxford de la primera coffee house. Hacia 1690 hay ya 2000 de ellas, y son tan populares como foros de discusión y debate que se las llama “penny universities”; para todos aquellos que han desarrollado una educación no-universitaria a base de charlas en bares no hará falta explicar este punto. En 1790 el ataque de las tabernas amenaza su supervivencia, pero en 1880 vuelven a resurgir con la aparición del movimiento de templanza, que trata de alejar a los trabajadores de la influencia del alcohol. Cada nueva etapa deja una impronta imborrable en el cafe: en 1654 la té-manía de Holanda lo populariza en los cafés (que pasan a llamarse tea rooms). En 1688, los hugonotes escapados de Francia abren best rooms en los que por vez primera se sirve comida (inmunda seguro, pero eso es irrelevante). A principios de siglo, con la cosmópolis del Soho consagrada ya como centro de la bohemia, se popularizan los cafes con diseño y mobiliario europeo-contemporáneo. De 1930 a 1950 aterrizan en Inglaterra las tres grandes influencias que acaban de conformar el café clásico: los milk bars americanos, los wimpys (hamburgueserías o diners) y los espresso bars de los inmigrantes italianos. Sus detalles crean ese look moderno de mitades de siglo que aún conservan hoy algunos de ellos: Formica a destajo, apoyapié metálico, Vitrolita aquí y allá, skai de colores primarios en banquetas y sillas, estética curvilínea, color y vitalidad. El primer espresso bar se abre en el Soho en 1953 (el Moka, en el 29 de Frith Street), y su apogeo cultural son los cincuentas y sesentas, con la aparición del fenómeno teenager, el jazz, mods y rockers... “The age of affluence”, en suma.
Cincuenta años después, su presencia es cada vez más escasa y, como sucede con las bodegas clásicas de aquí, su antiguo lugar lo ocupan bares de cadenas indistinguibles, vulgares, F-E-O-S. Es difícil entender por qué. Es obvio que no hace falta arreglar las cosas que no están estropeadas.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 23 de agosto de 2006)

Hambriento beat

Novela Tres libros de Ginsberg, Burroughs y Neal Cassady vuelven a poner de actualidad a la Beat Generation

El ritmo lo es todo, y toda la música de la América negra es ritmo; ese ritmo sincopado, ese 4/4 infernal, crudo, onomatopéyico. Incluso sus nombres propios son rítmicos: “Hip hop don’t stop”, “bop till you drop”, Rhythm’n’blues, jazz, cool, Art, Babs, Bud, Fats, Bird... Ese ritmo natural bop-bop-bop es el pulso de la vida, ni más ni menos; coloquen ese ritmo en prosa, y obtendrán una literatura tan cargada de VIDA que se les va a incrustar en el gaznate y, hasta que no la saquen a patadas, ahí se va a quedar. Por supuesto, de eso trataba toda la generación beat; de estar consumido por ese ritmo hambriento y expulsarlo en exabruptos automáticos de palabras a mil por hora. “Prosodia de bop espontáneo”, lo llamó Allen Ginsberg al intentar definir el estilo de Kerouac, y eso es exactamente lo que es. Prosodia. De. Bop. Espontáneo.
Los detalles históricos de la Beat Generation son ampliamente conocidos. Una generación parecida a la Lost Generation de Hemingway, Ezra Pound y F. Scott Fitzgerald cuyo trauma fue la segunda guerra mundial en lugar de la primera. Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs: Tres chicos de clase media-alta, profundamente asqueados por los valores de sus clases natales y a la vez fascinados por el submundo, las drogas y, claro, el jazz. Nada en los beats puede explicarse sin el jazz; incluso su nombre –aunque también se asocie con “cansado”, “beatífico” u otros significados de la palabra- suena a ritmo. Es ritmo. Así, al igual que los angry young men ingleses de Wilson y Osborne, los beats desarrollaron un estilo confrontacional, emocionante, lleno de velocidad y rabia. Un estilo que se ejemplifica con Kerouac escribiendo En la carretera en un rollo seguido de telegrafía para no interrumpir el discurso mental, ardiendo en llamas de benzedrina; o con El almuerzo desnudo de Burroughs, todo frases enlazadas, imágenes opiáceo-Blakeanas, angulosidad y ritmo. Siempre ritmo: Beat-beat-beat-beat.
Recientemente, todos sus fans hemos recibido con algarabía la publicación simultánea en Anagrama de tres títulos de la generación beat, de la que también es inmenso fan Jorge Herralde, su editor. Al menos uno de esos títulos (Aullido, de Allen Ginsberg) es imprescindible, y reúne en sus escasas páginas todo lo que tiene de bello y punzante el rollo beat. Aullido es un poema de 1949 que Ginsberg dedica a Carl Solomon, un amigo del psiquiátrico de Bellevue donde ambos estaban internados y cuyo tratamiento de shock instigaría la escritura del mismo (su célebre comienzo “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura” habla por sí solo). Es poesía de lo vivido, llena de palabras atropelladas e imágenes brillantes (“hipsters con cabeza de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria nocturna”), donde cada frase rezuma bop y anfetamina, cabreo y sexo. Quizás no fuese el primero en hacerlo (los surrealistas llevaban tiempo practicando la escritura automática, después de todo), pero Ginsberg sí fue el que sublimó esta poesía honesta y acelerada, rebelde por definición. ¡Santo el Apocalipsis del bop!, como diría el propio autor.
Los dos libros restantes son apéndices para completistas, y serán más o menos necesarios dependiendo del fanatismo beat del lector. Las cartas de la ayahuasca, publicado originalmente en 1963, es un volumen de correspondencia entre Burroughs y Ginsberg, en su mayor parte crónicas del viaje que realizó diez años atrás el primero en busca del yagué o ayahuasca, la famosa planta alucinatoria. Está magníficamente escrito y es a la vez adictivo e hilarante (empieza con la frase “Querido Allen: Me paré aquí para que me sacaran las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarse entre los indios con almorranas”). El primer tercio, por otra parte, es el libro que escribió Neal Cassady, aquel forajido parloteador, fornicador y cachas que sería ídolo de los beats (acabaría plasmado en el Dean Moriarty de En la carretera, el NC, “héroe secreto” de Aullido, etc.). Por desgracia, con toda su furia vital y su hemoglobina en ebullición, el bueno de Cassady no podía escribir ni para salvar su vida, que dicen los ingleses. Quizás fuese un genio redactando cartas emocionantes (Kerouac admitió la gran influencia de éstas), pero por una u otra razón al llegar a este libro su estilo se había vuelto encajonado y somnífero, y el tema, aunque interesante (su infancia en la América de la depresión), quedó ofuscado por descripciones demencialmente largas; decididamente, nadie necesita 3 páginas detallando el camino al colegio. Lo que sí consigue El primer tercio es responder a la propuesta que En el camino el Cassady de ficción le hacía a Kerouac. ¿Recuerdan cuando dice “Vengo a pedirte que me enseñes a escribir”? Ahora sabemos que no funcionó.
Kiko Amat

Aullido
Allen Ginsberg
Anagrama, 2006
93 páginas

Las cartas de la ayahuasca
William S. Burroughs, Allen Ginsberg
Anagrama, 2006
107 páginas

El primer tercio
Neal Cassady
Anagrama, 2006
270 páginas

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 18 de agosto de 2006)

Lleida también fue pop

Lleida ye-yé Un nuevo libro desvela la olvidada escena musical de Ponent durante la década de los sesenta.

1. Las ideas de las madres son emergencias. Hace escasos minutos acaba de llamar la mía, bendita sea, para preguntarme sobre la letra original del “San Carlos Club” de los Sirex. No es precisamente lo que se define como “urgencia”, no. Pero, saben, es mi madre. Así que le respondo que es una trascripción libre (¡Qué digo! Totalmente inventada) del “Route 66” que popularizaron los Rolling Stones. En la versión Sirex se habla del local barcelonés que el grupo frecuentaba (“Es un club muy pequeño, pero bien / Y la gente se divierte con el chek” –querían decir shake, pero da igual), la rutina de citarse con chicas, los bailes, cosas así. El valor de todo ello, le cuento a mi ya aburridísima madre, es la localización a la que “Route 66” es sometida. De repente, ya no es un mondongo ininteligible sobre jaiweis y cadillacs foráneos; al mutar en “San Carlos Club” se convierte en un trozo de vida del fan condal. O sea, no importa lo humilde que sea un artista; si no habla de la existencia de uno, sus letras se vuelven lejanas, ajenas. Por eso en su oda a las escenas locales “History lesson Pt.2”, el grupo punk Minutemen menciona a sus amigos por el nombre, y al hablar de sus grupos favoritos dice: “Esto es Bob Dylan para mí”. Para mucha gente de Barcelona, Salvajes y Cheyenes fueron sus Beatles y Stones. Y para mucha gente de Lleida, ¡Click! Mi madre ha colgado.

2. Como decía, Lleida tuvo una vibrante escena pop en los sesenta, aunque nadie se acuerde de ello. A esta amnesia contribuye el hecho de que escasos de sus grupos llegaron a grabar, lo que da una idea del nivel de sacrificio y animosidad general del que estamos hablando. En esta década en que cualquier insignificancia-con-bambas saca discos y tiene instrumentos caros, es difícil imaginar lo que representaba imitar a los Kinks en Balaguer, por decir un lugar inhóspito; mil imágenes de máquinas de rapar cabezas acuden a mi mente. Pero ustedes no se preocupen, que gracias al enciclopédico y lujosamente editado librazo Quan Lleida era ye-yé todas nuestras dudas van a solventarse.
Quién: En un principio, como pasó en toda España, el pop tuvo que pasar por los ya conocidos estadios de canción ligera franco-italiana, instrumentales a lo Shadows y rock’n’roll tímido, hasta llegar a los Beatles, que es cuando la gente pierde definitivamente la calma y aparecen grupos mil. Si los tuviésemos que separar por ropas relucientes, en un lado estarían The Crows (los más elegantes, nada que envidiar a grupos de beat-mod europeo como Motions o Smoke), PJ4 (medio Star Trek, medio cool garajero), Inwers (con capas de Drácula a lo Count 5), Balar’s (según el libro, pioneros de la camisa de paramecios) y Joan i Jordi (a pesar de su nombre kumbayá, avanzadísimos en lo estético-musical). En el opuesto estarían las orquestinas que se apuntaron a lo ye-yé, como los Linces (grotescos; uno de sus miembros parece el difunto padre de Julio Iglesias), Balar’s (traje de cuero integral, no digo más), Juvent’s (toscos agricultores de mejillas rosadas), Ramos (otro Julio Iglesias Senior; ¿sería el mismo?) o los hilarantes Conjunto Mendelmort. En medio de ambos bandos están grupos como Sajart’s, que intentaron lo primero y sólo consiguieron que pareciera que les habían lanzado a una Humana de cabeza y habían salido por la puerta trasera, después de colisionar con todos los percheros. Con esto me he reído horrores, pero el artículo no iba por ahí.
Cómo: Mal, muy mal. Con instrumentos de broma, guitarras españolas con la legendaria “pastilla eléctrica” adosada para que hiciesen más ruido, utilizando radios como amplificadores y latas de sardinas como baterías. Pero, ¿qué quieren que les diga? Para esto soy un romántico, y creo que cosas así curten el carácter y separan al obsesivo del diletante. Desde luego, no es lo mismo que comprarse una Fender con dinero paterno. No implica la misma dedicación, ¿verdad?
Dónde: En innumerables lugares, desde patios de colegio y concursos católicos a salas de baile y clubs precursores del agro-pop. Entre los últimos, la ilustre Discotheque Mannigan (“The number one of worl”, como reza su anuncio), Joker’s, The Cavern y 007 (sólo música enlatada), Praxis (copia de Bocaccio) o Musicland de Mollerussa. En ésta llegó a actuar el soulmen Arthur Conley, y si no se lo quieren creer no se lo crean.
Qué: En Lleida se tocaron todos los palos, en la sucesión antes mencionada. Joan i Jordi y The Crows parecen ser de nuevo los más avanzados (letras propias, inusuales menciones a los Who o la Tamla Motown), otros imitaron a los Canarios en su evolución hacia el soul agreste (Odin Grup o Lord’s, ambos con sección de viento), otros cientos se quedaron en lo Beatles-Celentano, otros hicieron folk, otros deberían haber sido azotados sólo aparecer (Les Lunettes Noires y Spanish Cachondis Boys, ambos –¿qué si no?- universitarios). Pero merece la pena recalcar que, a causa de la confusión reinante y la hostilidad popular, todos los grupos estuvieron obligados a hacer concesiones. El libro nos muestra el repertorio de un grupo anónimo que mezcla el “Hey Joe” y el “Black Magic Woman” con “Los ejes de mi carreta”, “Zompe zompe” o “El ciruelo”. Y eso no es lo peor. Algunos grupos se veían obligados a hacer –por el mismo precio- pasacalles matinales. Lo que oyen. Cercavilas de charanga por todo el pueblo. Una idea que modestamente propongo se aplique hoy como selección natural a todos los grupos de pop estudiantil; a ver cuantos duran.
Kiko Amat

Quan Lleida era ye-yé; música “moderna” i societat (1960-1975)
Javier de Castro, Àlex Oró i Josep M. Ruiz
Pagès editors, 2005
377 páginas

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 19 de julio de 2006)

Penes arrabiatta

Porno español Un nuevo libro del periodista Jordi Costa nos desvela las interioridades de la industria del cine X nacional

1. Si algun día me cargo a alguien –ganas no me faltan- lo haré en un Sex Shop. Piénsenlo bien: ¿En qué otro lugar del mundo puede alguien preservar su anonimidad de la misma forma? En El arcoiris de la gravedad, Pynchon incluso utilizó la comparación “reflejos de comprador de pornografía” para definir un brusco apartar de mirada; en ningun otro establecimiento, es verdad, tanta gente evita el contacto visual. Recuerdo haber pasado más de quince minutos seguidos en uno (lo visité por razones, ejem, puramente antropológicas) sin que ni una sola persona diera signos de haber percibido mi presencia, pero al tiempo sin que nadie chocara contra mí. Ver a cuarenta murciélago-humanos con sónar pornográfico es algo que no se olvida, se lo juro. Eran como trífidos del libro de Wyndham, sólo que sus sensores detectaban tetas en lugar de carne putrefacta: Bzzzz-buscar-vagina-bzzzz-buscar. En un ambiente así, todo está permitido: bájense los pantalones, defequen en el suelo, cómanse a un bebé. Pero sobretodo, como decía la canción, no miren a los ojos de la gente.

2. El valor de El sexo que habla, el nuevo libro del periodista Jordi Costa, es precisamente que mete los ojos entre los calzones del porno español, en los pliegues ocultos por los ocasionales destellos de glamour que percibimos en programas televisivos, cuando una estrella porno aparece cinco minutos meneando la cigala y todos los tuneador-reponedores suspiran de envidia en sus casas. Leer el libro es talmente como fisgar por la cerradura mientras un montón de tipos en pelotas mueven el culo bajo los focos, y luego seguir mirando cuando al terminar encienden un cigarrillo y se cuentan chismorreos. En un momento les contaré yo algunos, pero antes, un descubrimiento que quiero compartir: las películas porno aún tienen nombres absurdos. ¿Se acuerdan cuando con sus amigos agarraban los anuncios de cines X y se morían de risa con títulos como Vamos a la carga con la cosa que se alarga? Bueno, pues hoy es igual. Mujer madura la busca dura (98), Vivir follando (99), El limbo y los culos según José (99) y Marranas con ganas (04) son algunos filmes recientes. En serio.
El libro de Costa está construido mediante entrevistas a testimonios que tienen que ver de alguna forma con la industria del porno. Hay actores, actrices, productores, periodistas, directores y empresarios. El autor interviene de vez en cuando con reflexiones puntuales, teorizando en el estilo erudito-pop que le caracteriza y enlazando un tema con otro. Debe decirse que Costa sigue en plena forma; tanto cuando define al actor porno como “el Superman hipersexualizado de un Clark Kent postrado en el sofá”, como cuando describe el tugurio al que ha ido a parar como “un extrañísimo local (...) entre el paleo-pub y la rancio-boîte”, su prosa ensayística es siempre incisiva y mordaz. Sin embargo, las joyas de este libro son las declaraciones de los protagonistas. Un nuevo aviso: en el mundo del porno todo el mundo habla raro. Como sucedía con el personaje que interpretaba Lloyd Bridges en la película Hot Shots, cada frase de pornografista viene envuelta en un halo de delirio: “éramos la última mierda del desierto”, “Félix Rodriguez de la Fuente fue el precursor del gonzo” y, en general, cualquier cosa que diga el productor Isi Lucas, ese enajenado Zaratustra de la incongruencia grandilocuente.
El sexo que habla repasa pues la edad de piedra de la industria nacional de la mano del director José María Ponce y la actriz María Bianco, aquella señora más bien feucha que alguien nos define como “la típica mujer de al lado que te viene a pedir la sal con los rulos puestos”. Dicho así ya no suena muy excitante, pero consigue empeorar cuando ella misma admite ser “un desastre” y “cervecera, además”. Avanzando en el tiempo aparecen los clásicos Nacho Vidal, Max Cortés y Toni Ribas, el triunvirato de actores porno ibérico famosos, pero también personajes tragicómicos como Candela (“tenía el problema de los granos en el culo”) o Álex Egea, La Bestia (“trempaba hasta con un grifo” y “era más feo que pegar a un padre” dan una idea clara de su perfil). Hay momentos míticos que marcan un antes y un después, como la aparición de Perras Callejeras (el porno del 97, no la peli que le costó el empleo a la antigua presentadora de Sabadabadá), las guerras contra el emporio Private, los devaneos artie del director Ramiro Lapiedra (que declara, no se rían, estar influenciado por Bataille y Nietzsche) o el capítulo “Un sueño hecho realidad”, donde el fanzinero pasado a actor-director Torbe narra en un soliloquio su ascensión al estrellato y suelta ostras perlíferas como “cada puta es un mundo” o “somos todos iguales, hijos de un mismo Dios”. El Séneca del semen, ya ven.
De una a otra cosa vamos aprendiéndolo todo sobre el X de aquí, a veces sonriendo, a veces con lágrimas, a veces retorciéndonos a risotadas. Porque una cosa parece ser común en el porno peninsular: el candor. Una inocencia de Spinal Tap, descacharrante, aquella que se pronuncia con total convencimiento, sin reparar en el lugar común o la ridiculez. Frases como “todos creíamos en algo”, “quiero explotar mi lado de actor” o la candidez a lo Poderosa Afrodita de la felatriz Laura Brent, que declara que se introdujo en el porno para poder pasar al cine convencional, se pronuncian sin risa nerviosa, sin sonrojo. Al final, es Ponce (una de las mentes más lúcidas del asunto) el que deja claras las cosas al decir: “Seamos realistas: el porno es el porno y está para lo que está”. Y para lo que está, es para masturbarse; lo demás, perdonen la gracia, solo es paja.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 5 de julio de 2006)

Bailando contra el rock

Alehop! y Siesta Dos sellos discográficos de Madrid que eluden de distintas maneras los caminos trillados del rock formal.

Algo horrible sucedió en el rock. Algo vergonzoso, inconfesable como un embarazo adolescente, lo transformó en lo que es hoy. Ese receptáculo de clichés, ese “justificador de viejas concepciones” (como lo llamó Vic Godard), ese charlatán con el alma en bancarrota. Sorprende pensar que el rock, ese actor desilusionado y gaga, desciende en línea directa del rock’n’roll de los cincuenta. Aquel fenómeno que Nik Cohn describió mejor que nadie: sexual, ruidoso, con un ritmo “más grande y alto que mingún ritmo anterior”, crudo, intenso. Aquel sonido, aquellas sacudidas, cuyos mayores artistas -como señalaría el propio Cohn en I am still the greatest says Johnny Angelo- representaban una sola cosa: fuck you.
Sí, algo horrible debió suceder –algún día les contaré mi teoría- para que el rock dejara de ser una música exultante, apasionada, y se transformara en excusa para la auto-indulgencia y el experimento estéril. Porque, como señaló recientemente Tobi Vail (ex-Bikini Kill), al contrario que en la física o la termodinámica, en el rock se experimenta porque sí, sin resultados. A lo burro.
Como habrán adivinado, odio el rock. Me perdonarán que parafrasee a Goering, pero cada vez que oigo que se menciona la palabra echo mano a mi revolver. Peor es aún en nuestro país, donde su ritmo se ha marchitado siempre a mayor velocidad. Y sin embargo, en Madrid -como irreductibles galos, “como un enemigo dentro de una ciudadela que planea destruir” (Ionesco dixit)- unas pocas discográficas combaten su parálisis. Una (Siesta) lo hace eludiendo por completo su influencia. La otra (Alehop!), cambiando radicalmente sus parámetros. Dos sellos para bailar mientras celebramos el fin del rock.

Alehop! nació el 1994 entre Madrid y Villaviciosa de Odón, y fue fundada por Murky, Eva y Olaf (el primero en Grimorio, los dos segundos en Las Solex). Aunque ellos se pasarán por la rabadilla mis definiciones, debo decir que su actitud entre heroica, jocosa e inflamada me recuerda bastante a la de los surrealistas; ambos poseen lo que Iris Murdoch definía como “esa llama vigorosa, escabrosa, histriónica”. Desinteresados por los devaneos de tanto la cultura mayoritaria como el cool homogeneizado, la discográfica exhibe trabajos de grupos como Ulan Bator Trio (autores del inaudito baile “El Caga-Traga”), Soul Bisontes o Capitán Entresijos, aparte de los dos ya mencionados; además, cuentan con un par de recopilatorios titulados La cagarruta sónica y La legaña sinfónica. Como ven, la ética Alehop! se basa a partes iguales en escatología, estramboticidad punk y cabezazos contra la pared.
Les hablaré de dos de sus grupos: Grimorio es un dúo de guitarra y batería paupérrima, sin bajo ni contacto alguno con la mísera ortodoxia rock. Usan xilófonos y acordeones, y a ratos suenan a Satie y otros a surf pillastre, y otros a rock alemán cabaretesco (a lo Faust) y otras a rockabilly manco y Música Dispersa. Su álbum, que les recomiendo, se llama Mis ácaros favoritos. Es bien bailable y raro, como todas las cosas buenas. Las Solex, por otro lado, se autodefinen como “folk-punk espacial”. Dos chicas y dos chicos (tres guitarras y una trompeta-trombón, sin bajo ni batería) practicando un ruido agudo, primitivo y extraño, como garaje punk de ciencia ficción tocado con ventosidades. Son enormemente idiosincrásicos y raros pero –insisto- también se pueden bailar, si bien algo mongólicamente. Olaf, casi lo olvido, es el autor de la mayoría de los carteles de la casa, recientemente editados en Alehop! en carteles, de la editorial Atiza. Olaf, hombre del renacimiento, también se fabrica sus propios pedales de distorsión guitarrera (los llamados doo-rags) mediante latas de conserva y botes de betún.

Siesta nació en 1992, y fue cuna del llamado “Sonido Donosti”. Su germen fueron unos cuantos grupos que cantaban sobre tomar café e ir en bicicleta (no se rían) y cuyas referencias eran diametralmente opuestas a las del rock convencional: chanson francesa, bossanova y pop escocés 80’s, entre otras cosas. Que todo esto desembocara años después en el más aborrecible bobo-pop no es culpa suya; aquella propuesta fue todo un revulsivo para los que siempre despreciamos la dialéctica cuero-moto-carretera-chica-alcohol-hirsutismo del rock troglodita.
Hoy Siesta continúa basándose en los cuatro axiomas que la empujaron a empezar: “sello pequeño, música pop, portadas bonitas e independencia acérrima”. Su inspiración más obvia en sus inicios eran sellos británicos de pop sofisticado como Él o Sarah, a los que plagiaban con empeño y gusto. Al igual que los mejores magnates del pop de los sesenta, sus responsables hablan en términos de negocio y show business, si bien con un deslumbrante y harto creíble encerado de izquierdismo gentil; yo siempre me los imagino con chaqueta cruzada azul marino y botones dorados, gorra de patrón de barco y un gin-fizz soldado a la mano. El hedonismo de jet set holgazana que inspira a sus responsables se repite también en sus grupos de siempre: Daily Planet, los exportables La Buena Vida y Edwin Moses por el lado ibérico, o Free Design, Beaumont o los injustamente olvidados Holiday y Red Sleeping Beauty (mis superéxitos del verano del 96) por el foráneo. Pero lo mejor del caso es que, cuando los grupos a la altura escasean, en Siesta se los inventan mezclando alquímicamente unos cuantos músicos y cantantes, y plantificándoles luego una biografía y un nombre elegantes. Ustedes dirán: vaya jeta. Y yo les diré: una idea sublime, que en el pasado ha dado excelentes resultados. ¿Pop Frankenstein orquestado por anarquistas de champán? A mí me suena bien.
Kiko Amat

(Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia el día 28 de junio de 2006)

Magia aerea

Una llista de les cançons que vaig punxar el dijous passat 17 de agost al Magic in The Air Club.

DEXYS Dance stance
JOHNNY BRITTON The one that got away
THE JUNE BRIDES Sunday to saturday
MAKIN' TIME Feels like it's love
THE CHILLS Heavenly pop hit
THE LOFT Up the hill and down the slope
THE SAINTS Everything's fine
OUTSIDERS Touch
THE KING OF LUXEMBOURG Liar liar
TINA HARVEY Nowhere to run
McCARTHY Keep an open mind or else
THE UNDERTONES It's going to happen!
CLAUDE FRANÇOIS Reste
THE AMERICAN BREED Train on a one-track mind
THE STYLE COUNCIL Walls come tumbling down!
DELTA 5 Anticipation
THE BEAT Hands off... She's mine
NAZZ Forget all about it
WIMPLE WINCH Save my soul
PUGH Love, love, love
RED SLEEPING BEAUTY Stupid boy
JULIAN COPE World shut your mouth
BIFF BANG POW! There must be a better life
BELLE AND SEBASTIAN Dirty dream number 2
NOLAN PORTER If I could only be sure

El proper Hungry Beat, val la pena avisar amb temps, serà el 27 d'octubre, al Casal de Joves de l'Eixample si res falla. Potser, i vencent la nostra natural reticència, tocarà algun grup i tot.
Mireu què us dic.
Kiko Amat

1 d’ag. 2006

el Sr. Grizzly

Había una vez un hombre llamado Timothy Treadwell. Llevó una vida de moral desviada hasta que en unas vacaciones en Alaska descubre a los osos pardos y se enamora de ellos. A partir de entonces se transforma en un "eco-warrior" con peinado de Príncipe Valiente que convive durante 13 temporadas con esos osos salvajes hasta que se lo comen. Sí, se lo comen como ud. se come un kebab. Ñam, ñam. El Sr. Treadwell había grabado gran parte de los últimos 5 veranos, documentando esa vida de sacrificio y reclusión, para poder luego ir por las escuelas e institutos divulgando el respeto y la defensa de esos osos y su gran amor por ellos.
Allí esta todo grabado. Todo. Imaginad la alegría de otro conocido nuestro, Werner Herzog, cuando encuentra todo este material y decide hacer un documental sobre ello. Horas y horas de un impresionante y brillante "footage" grabado por un tio simpático, talentoso y demenciado a la vez y pasado por el filtro de un cineasta igual de talentoso y demenciado. Un regalo total, para Herzog, para los espectadores y para cualquiera que sepa apreciar una buena historia que, aunque parezca más un cuento para niños, con su final trágico y todo, es una historia real, reciente y, lo más importante de todo, maravillosa.
Creo (y espero) que aún está en cartel en el Verdi Park. No se la pierdan ustedes.